Acto I
La primera mitad del año se consuma. Estamos en el sexto de doce meses. Mientras escribo el abanico que posa sobre mi escritorio pelea contra el calor propio de la temporada y de los apartamentos en el ático, un abanico que rescaté por coincidencia mientras pasaba por un ancianato que había sido cerrado.
De vuelta a la historia. He viajado mucho, sobre todo por el trabajo. Cargo una pequeña moleskine donde escribo lo que se me ocurre en el camino. Pero ha sido tan propio y personal que prefiero guardarlo para mí. La última vez que escribí en este blog-boletín fue en abril y compartí algunas reflexiones sobre mi viaje a Taiwán. No escribo aquí desde entonces.
Este año he tenido la posibilidad de estar por fuera de Alemania, un país que se ha vuelto mi hogar y con el que tengo una relación compleja porque me da oportunidades, pero en otros aspectos, su sociedad contradice mis valores. Poder viajar a lugares incluso dentro de Europa, pero distintos a Alemania, me ha permitido retomar mi costumbre reflexiva desde un punto de vista natural y no desde la frustración.
He sentido en cada ciudad nueva, mientras pruebo una bebida o un plato nuevo, o descubro un nuevo libro o una ruta del transporte masivo, mientras el huso horario del país contradice mi ritmo circadiano y por ende mi corazón late más rápido o más lento, o mis ojos se cierran, o mi estómago arde, que tuve que abrir mi pecho con aspereza, con una barbarie inconcebible, y extraerlo. Tenía que comprobar que lo tenía. Tenía que verlo latir y sentir para así comprobar y verme viva.
Pero al arrancarme el corazón he tenido que perder cosas. Algunas de forma voluntaria, otras como efecto colateral. Por ejemplo, he perdido lo que me generaba caos innecesario, aunque costara años de amistad o de trabajo. He perdido lo que enaltece a mi ego, aunque ponga en peligro mi carrera. He cuestionado las motivaciones de lo que me gusta y de lo que deseo. He pasado de preguntarme el por qué al para qué.
Acto II
Una tarde en un café-bar en Roma, pensé en Joan Didion. Más específicamente, en su ensayo "On Self-Respect" publicado originalmente en 1961 en la revista Vogue1. Siendo justa, este ensayo ha visitado mi mente con frecuencia en el último año, pero justo esa tarde de primavera, pensé en su tesis central. En resumen, Didion presenta una reflexión profunda y personal sobre lo que significa el respeto a uno mismo (self-respect). Para ella, el respeto propio no tiene que ver con la imagen externa, la aprobación social ni el éxito, sino con una relación honesta y firme con uno mismo.
“¿Por qué no me respeto?” Me preguntaba. Esa es una pregunta curiosa porque por mucho tiempo he asumido lo opuesto. Pero en el fondo, he aceptado el irrespeto. Cada vez que he permitido que alguien me menosprecie, me haga sentir inferior, me haga sentir que debo ser invisible para sobrevivir, que soy “menos que”, que no merezco. Cada vez que alguien se siente con autoridad para cuestionar mis decisiones de vida, bien sea con alguna idea tecnócrata o moralista, y le abro la puerta así sea para escuchar, me irrespeto.
En el juego de no parecer irrespetuosa, de ser una persona decente -lo que sea que eso signifique, de ser buena amiga, familia, trabajadora, persona, de no parecer snob o merecedora de un trato especial, he permitido que mis propios límites sean vulnerados.
Lo he escuchado todo, absolutamente todo. Si tomo una decisión es por influencia de una pareja y no necesariamente porque tengo la capacidad de tomarla por mí misma. Si exijo el mínimo respeto soy una entitled, una persona que cree que merece todo. Si no me interesa “seguir luchando” porque llevo toda la vida haciendolo es porque tiro la toalla fácilmente. Si no quiero hablar es porque no me importan los demás y no porque me interesa estar conmigo misma. Si tomo una decisión convencida, me dejan saber sus dudas, como haciendome creer que sus miedos tienen que ser mis miedos también.
Acto III
Las tres últimas semanas han sido duras. Entre negociaciones, trámites burocráticos, acuerdos, cambios de temperatura y efectos secundarios por dejar una medicina a la que mi cuerpo estaba acostumbrado, mi paciencia estuvo al límite.
Con todo lo complejo que ha significado Alemania en mi vida, un aspecto positivo es que he aprendido a hablar en voz alta, a defenderme. La cultura lo exige. Y en parte es triste. Veo la foto de la persona que salía en mi visa de trabajo y es radicalmente distinta. Sin duda físicamente: ahora los pómulos son más pronunciados porque he envejecido, el cabello pasó de ser rubio a castaño oscuro porque era una fase y la piel se ha vuelto clara, ante la ausencia del sol la mayor parte del año. Pero también el alma se me ha endurecido. Me he vuelto más seria.
Hay una ternura innata en mí que siempre he reconocido y que procuro compartir con las personas que quiero. Pero esa línea entre la amabilidad, la nobleza y la debilidad es delgadísima. Ya lo dijera Lana del Rey: “They mistook my kindness for weakness."2
Y ese es el ciclo vicioso. Quienes están acostumbrados a irrespetar límites, sienten que te vuelves fría y distante. Quienes te ven por primera vez alzar la voz se ofenden y creen que no debes hacerlo. Pero quienes nos aprecian, quienes en verdad nos aman, aceptarán esa dualidad que todos poseemos.
Dice Didion en “On Self Respect”:
Tener ese sentido del propio valor intrínseco, que para bien o para mal constituye el autorespeto, es potencialmente tenerlo todo: la capacidad de discriminar, de amar y de permanecer indiferente. Carecer de él es quedar encerrado en uno mismo, paradójicamente incapaz tanto del amor como de la indiferencia.
Si no nos respetamos, por un lado, nos vemos forzados a despreciar a quienes tienen tan pocos recursos como para relacionarse con nosotros, tan poca percepción como para permanecer ciegos a nuestras debilidades fatales. Por otro, nos volvemos extrañamente esclavos de todos los que vemos, curiosamente decididos a vivir —ya que nuestra autoimagen es insostenible— de acuerdo con sus falsas ideas sobre nosotros.
Nos halagamos pensando que esta compulsión por agradar a los demás es un rasgo atractivo: una muestra de empatía imaginativa, una prueba de nuestra disposición a dar. A merced de quienes no podemos sino despreciar, interpretamos papeles condenados al fracaso incluso antes de comenzar, y cada derrota genera una nueva desesperación ante la necesidad de adivinar y satisfacer la próxima exigencia que recaiga sobre nosotros.
El respeto propio empezó con una elección íntima: verme. Saqué mi corazón para sentirlo y vi un alma apagada y destrozada. En ocasiones es suficiente ignorar mensajes y llamadas, cerrar los ojos y callar. Pero en otras, hay que hablar y probablemente en voz alta.
Si bien lo que decimos (y en este caso escribimos) está sujeto a interpretaciones de cada interlocutor, que pueden ser lejanas a la intención inicial, tenemos el derecho a pedir, si acaso no exigir, que nos miren y comprendan como nosotros mismos lo hacemos.
Un abrazo,
Emy
*
En los oídos mientras escribía:
Confundieron mi amabilidad con debilidad, en español.
Hermoso texto. Ya estaba extrañando leerte. Tus reflexiones me llevaron justo en el momento en que las necesitaba. Te quiero.