Hace unos días cumplí años. Un número redondo, un cumpleaños hito. Se les llama así porque representan una transición clave en determinadas sociedades. Por ejemplo, los 15 y los 18 en América Latina, o los 16 y los 21 en Estados Unidos.
Tengo vagos recuerdos de algunos de mis cumpleaños hito: mi primer cumpleaños, que me dejó una de las fotos favoritas de mi vida con mis abuelos-papás; mi gran fiesta de cinco años en el Colegio San Francisco de Asís, de la que recuerdo más las fotos guardadas en un álbum familiar que el evento en sí; mi cumpleaños número 15, que fue más para complacer a otros que a mí misma, sobre todo por lo que atravesaba en ese momento, y ahora los 30.
Hubo un periodo oscuro en mi vida en el que decidí dejar de celebrar los cumpleaños. Creo que ocurrió entre los 17 y los 20 años, aunque no lo recuerdo con certeza. Las razones fueron muchas, pero la principal era que simplemente no le veía sentido. Mi autoestima, más allá de la connotación física, estaba por el suelo. No sentía que valiera la pena estar viva ni celebrar mi vida. Quería erradicar una parte de mi cuerpo y de mi alma, pero no toda.
Por eso no recuerdo haber celebrado mis 18 o mis 25 años. Dejar de celebrar fue un grave error para mí porque perdí el hilo conductor del paso de los años, un ejercicio del que, a mi juicio, debemos ser conscientes. Hay un hueco en mis recuerdos entre esa época y los 26 o 27 años, cuando volví a celebrar los cumpleaños por voluntad propia. Claro, si podemos llamar "celebrar" a compartir un buen arroz cubano preparado por mis tías y la compañía de seres queridos en casa.
En todo caso, cumplí 30 años recientemente y reflexiono sobre mi capacidad de discernimiento mientras peleo con una voz interna que me dice que no merezco cumplir años. Esa voz no lo ve como un proceso natural, como el orden de las cosas, el paso del tiempo. Si vives, debes cumplir años. Sencillo.
Sin embargo, creo que lo percibe como si estar viva, y en general saludable, fuera un regalo que no merezco. Como si hubiera tomado el tiempo de otros para mí. Quizás sea una respuesta natural al impacto de seguir aquí, cuando ni siquiera creí que llegaría a los 15 años. En ese entonces quería que mi vida terminara y pedía salud para otros. Rogaba internamente que, si existía una fuerza superior (Dios, destino, tecnología, etc.), me pasara a mí los males de los demás porque ellos no lo merecían. Era yo quien debía cargar con ello.
En todo caso, en los últimos años, he reafirmado mi respeto por los rituales. Como sugieren varios jungianos, creo que parte de las crisis que enfrentamos, tanto de forma colectiva como individual, tiene que ver con la pérdida de referentes, de rituales y de espacios. Mi transición a los 30 ha sido clave para fortalecer mi mente y mi espíritu. No podía existir en el mundo si no podía existir dentro de mí misma.
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Discernimiento. Una palabra que ha estado en el centro de mi mayor debate interno durante toda mi vida, pero especialmente este año, en el que he cuestionado si soy adecuada o no.
La mayor parte de mi vida me he reconocido como una persona inadecuada. En muchas ocasiones, mi forma de ser, mis hábitos y mi comportamiento fueron señalados, para bien o para mal, como raros o excéntricos. Era una etiqueta que me pesaba.
Quiero tener cuidado al usar la palabra "inadecuada" porque no quiero que parezca que me menosprecio o que no me valoro. Me refiero simplemente a no encajar en algo. Por ejemplo, en The Bell Jar, Sylvia Plath narra una escena en la que la protagonista dice:
"I felt dreadfully inadequate. The trouble was, I had been inadequate all along, I simply hadn’t thought about it."
A diferencia de ella, siempre he sido consciente de eso y durante mucho tiempo lo reflexioné. Pero apenas soy capaz de discernir y comprender que no es algo necesariamente malo. La misma definición de "inadecuado", según la RAE, es un adjetivo que significa "no adecuado" y que puede ser sinónimo de "inapropiado", "improcedente", "inconveniente", "inoportuno", "incompatible" o "discordante".
Me gusta esa definición porque me ayudó a salir de una concepción binaria. Por ejemplo, si pienso en mi vida, puedo recordar un trabajo o un curso del que me rechazaron porque quizás no era la persona adecuada. Quizás otro candidato o estudiante era más apropiado que yo por distintas razones.
Pienso en el amor no correspondido, donde el amor esperado no fue el recibido o viceversa, donde el deseo y la atracción no fueron suficientes, donde lo soñado no se materializó. Ese amor, que en última instancia fue incompatible. Quizás esa otra persona o yo no podíamos estar juntos por esa razón y merecíamos a alguien más compatible.
Pienso en la relación conmigo misma, en cómo quise arrancar esa parte de mí que consideraba extraña, en cuánto me costaba aceptarme, en cuánto me dolía lidiar con el mundo, en cuánto detestaba mi forma de ver las cosas.
He sentido esa “inadecuación” en casi todas las dimensiones de mi vida y, aun así, lo di todo porque aprendí que, en realidad, no me sentía inadecuada, sino insuficiente. Cuando pude hacer esa distinción, encontré paz y motivación para seguir viviendo, porque eso significaba que merecía lo que había logrado... había hecho lo suficiente solo que a veces no soy la persona adecuada para algo o alguien.
Aceptarme como una persona mayormente inadecuada ha sido mi mayor lección en estos 30 años. Esta perspectiva a la que llegué a partir de reflexiones y charlas conmigo misma me ha liberado.
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En la icónica película Si tuviera 30, Jenna, el personaje principal dice: "Quiero tener 30, ser coqueta y próspera."
Acabo de cumplir 30 años. Lo celebré con un elegante vestido negro, con muestras de amor indescriptibles y con un grupo de personas cantando tanti auguri con acentos ingleses y flamencos. Mientras soplé la velita, insertada en un juego de postres de un fino restaurante, pensé en esa película porque la protagonista quería regresar al pasado para enmendarlo. Yo celebro que estoy aquí, llena de amor, paz y tranquilidad. Imploro que nunca falten.
Onwards…
Emy.
En los oídos mientras escribía: