“Self is everywhere, shining forth from all beings,
vaster than the vast, subtler than the most subtle,
unreachable, yet nearer than breath, than heartbeat.”.
- Mundaka Upanishad
“If I exist I am, that is enough,
If no other in the world be aware I sit content,
And if each all be aware I sit content.”.
- Walt Whitman
Hace algunas semanas regresé de un viaje a Taiwán. Pude mezclar un viaje corto de trabajo con muchos días de descanso. Pasé la mayor parte del tiempo en su vibrante capital, Taipéi.
El estímulo sensorial del ambiente fue tanto que no escuché música ni leí un libro de los llevé al viaje o fui comprando cuando pasaba por las hermosas y cuidadosamente curadas librerías.
A lo largo de mi vida he tenido distintos choques culturales. Quizás el primero, y el más fuerte, fue cuando me mudé de un pueblo a una ciudad. No sé si fue por la ciudad misma, la época (2005-2006) o mi edad (12 o 13 años). Todo fue tan diferente a pesar de ser tan similar. No era otro idioma, ni otro país, ni otra cultura, pero sí otra realidad… otros micro universos en el barrio, en la escuela, hasta en los carros que pasaban en frente del apartamento donde viví inicialmente.
Desde ahí han sido otros choques. Vivir en Grecia, Estados Unidos y Alemania. Visitar como viajera otros lugares del mundo. Cada uno con sus particularidades, tan distantes o similares a las mías.
Aunque en Grecia el primer choque fue el alfabeto griego, en Estados unidos (precisamente en el midwest) la forma de vida y en Alemania la mentalidad, en Taiwán el choque fue generalizado. No solo el alfabeto, la distancia de mis hogares (Colombia y Alemania), el momento que atravieso, sino todo. También fue una pausa a mi vida. Fue como si dejara de existir por un tiempo en este plano de existencia y pudiera vivir solo como espectadora, como si por primera vez pasara de testigo directo a testigo presencial.
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Algo que me fascina de los países pequeños, sobre todo las islas que -como Taiwán- están expuestas a tantas amenazas políticas y naturales, es que tienen un sentido de la soberanía fuerte y casi que olfateable. Se siente una valentía, un heroísmo que, en mi lado del Atlántico, del llamado mundo occidental, parece desaparecer. El sentido de guerra y destrucción inminente también parece reforzar la idea de estar en el presente y vivir cada día como si fuera el último.
En Taiwán pensaba, o asumía, como vivía los locales. Lo que deciden hacer, comer y vestir. Como obedecen reglas explícitas e implícitas, cómo caminan, cómo mueven sus cuerpos, cómo se sientan… en fin, cómo viven. Pensaba en algo externo, pero a la vez me escuchaba a mí misma. Quizás era lo que Emmanuel Levinas denominaba la alteridad, esa capacidad de reconocer que el Otro es totalmente distinto a mí y que esa diferencia me obliga a responder éticamente, como contrapropuesta a la otredad, esa construcción del Otro como diferente desde uno mismo
Inconscientemente, o automáticamente, quién sabe, no buscaba entenderlos sino de respetar sus misterios y sus diferencias. A partir de eso, supongo que pude escucharme de una forma en la que no me escuchaba hace mucho tiempo. Era cuestión de atención absoluta. No en vano, la poetisa Mary Oliver escribió: “La atención es el comienzo de la devoción” y Simone Weil: “La atención es la forma más rara y pura de generosidad.”.




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Tengo máscaras, como todos. Antes me incomodaba esa idea porque suponía que su uso era para ocultar aspectos propios, sobre todo aquellos que socialmente pueden ser usados en contra nuestra. De pronto su propia etimología me hacía pensar que la máscara ocultaba nuestra verdadero ser para engañar al otro o para evitar ser objetos de burlas. Usar una máscara entonces era signo de debilidad y de engaño.
Ahora, al igual que Jung, creo que la máscara (o Persona) es cómo nos presentamos ante el mundo, es una cara que blinda nuestro ser, es una coraza. Pero esto no es necesariamente negativo; a veces las máscaras son necesarias. Por ejemplo, la forma en la que hablamos con personas de nuestro círculo íntimo no es igual a cómo nos comunicamos con desconocidos. Las máscaras nos permiten cumplir roles: ser amigos, parejas, empleados, jefes, ciudadanos, etc. En conclusión, nos permiten funcionar en sociedad, facilitan la comunicación y nos dan estructura.
El problema es que por mucho tiempo confundí la máscara con lo que soy. Creí que mi verdadero yo debía ser expuesto todo el tiempo porque de otra forma era como si me negara a mí misma, como si mintiera al mundo. Creí que tener un yo falso, esa falsa identidad que creamos para protegernos y hasta para ser aceptados y que puede ser funcional en ocasiones, era un acto de hipocresía y por eso debía eliminarlo. Creí que solo yo lo tenía, que no era una experiencia colectiva. Intenté eliminarlo y me hice mucho daño; me expuse a una vulnerabilidad emocional innecesaria, me desprotegí a drede.
Creí que mis sombras eran condenas, por lo tanto las reprimí. A ver, ¿quién quiere, y puede vivir, con miedo al caos, con una necesidad de perfección absoluta, con el miedo a herir, con la culpa y hasta la verguenza? Absolutamente nadie. No las entendía como parte del todo, sino como algo que debía ser erradicado -y al esto no ser posible, ignorado. Como si lo que se ignora no saliera a flote de las formas menos pensadas.
Llevo más de la mitad de mi vida en alguna forma de terapia. Muchos de esos además estudiando distintas corrientes teológicas, filosoficas, literarias y psicologias para comprender no tanto lo que dicen expertos, sino cómo entendieron esta experiencia quienes, como yo la atravesaron, desde Wittgenstein, Plath, Pizarnik, Jung, Oliver, Tolstoi, Nietzsche y muchos otros.
Me gusta explorar lo que la ciencia no puede, aunque no haya una respuesta concreta. ¿Cómo se mide el amor? ¿Cómo se debe vivir? ¿Qué pasa cuando la medicina no es suficiente? ¿Cómo explicar lo que no es medible a través del método científico pero aun así experimentable? ¿Qué es esto que llamamos intuición?
Apenas en este viaje, en medio del Mar Chino, la idea de la integración tuvo sentido para mí. Reconocer que se puede vivir sin tantas divisiones internas, que se pueden reconciliar partes de mí que antes parecían en conflicto, es decir, esa máscara, ese yo falso, esas sombras, ese yo verdadero, entre otros aspectos.
El mundo duele, eso no se puede negar. El mundo pesa. La vida está llena de tragedias y ante muchas no hay nada que hacer, al menos de forma inmediata y directa. Hay mucho sufrimiento. Pero el dolor no es tanto como antes, cuando la solución era llorar desconsoladamente y planear cómo ir off the grid, fuera de la sociedad, para que la vida con otros doliera menos.
En una calle, en plena hora pico, y completamente aislada de lo que conozco, pienso en el privilegio que es poder tener esta epifanía. Soy una persona en cada espacio, en la calle, en la conferencia, en el amor, en el consultorio, en la universidad. Sigo siendo yo porque no estoy desconectada de mis valores, de lo que me guía, y por ende no hay un conflicto interno. No sé si en algunos meses quiera volver a empacarlo todo y simplemente desaparecer de la faz del mundo real y digital. Por ahora, me conformo con aceptar ciertas verdades, como que soy una amalgama de muchos aspectos, que las corazas existen por una razón, que reprimir es detrimental y que un rol social no define lo que somos.
Un abrazo,
Emy
En los oídos mientras escribía:
Una de las mejores notas que he leído en este espacio!