“I haven't done a cartwheel since I was nine.” “I did not myself know what I wanted: I feared life, desired to escape from it, yet still hoped something of it.”
El verano comenzó hace pocos días, aunque en la región donde vivo sigue sintiéndose como una incómoda transición entre invierno y primavera, donde el clima contradice los colores de la flora.
Desde que vivo en esta región de Europa, pienso en cómo las estaciones moldean nuestra existencia. Me intriga cómo se espera con entusiasmo el verano para organizar eventos al aire libre, como conciertos o festivales, mientras se acepta con fatalidad que en invierno no hay nada qué hacer. Creo firmemente que precisamente en los momentos más oscuros necesitamos más actividades que nos ocupen.
Observo entonces una dualidad, una mirada binaria limitante, como reclamaría el filósofo francés Jacques Derrida. Invierno: oscuro, lúgubre y triste. Verano: claro, radiante y alegre. Cada estación impone su propia forma de vestirse, de comer, de vivir.
Me parece curioso porque este ha sido un año oscuro desde el primer día, más allá de las estaciones y la ubicación geográfica, independiente de quienes me rodeen o lo que haga. He visitado lugares soleados, como mi tierra natal, y no he sentido la diferencia. Algunas personas recurren a mecanismos compulsivos no tan útiles como el retail therapy, consumir cantidades absurdas de alcohol o comer compulsivamente. Por fortuna, no es mi caso.
Tengo distracciones de confianza, como el cine, la música y la literatura, que funcionan por momentos, pero después de un tiempo me siento completamente saturada. He aprendido a estar en blanco, como un lienzo nuevo: lavar los platos solo escuchando el ruido del viento y del agua, escribir solo escuchando el sonido de las teclas y caminar observando y escuchando las interacciones de otros.
Hay una parte de mí que siente que todo puede cambiar desde mañana, con el inicio de un nuevo mes, con el comienzo del segundo semestre del año. Quizás sea una disonancia cognitiva, quizás superstición o tal vez un poco de esperanza. Otra parte de mí siente que no cambiará, que esta es mi nueva realidad, mi nueva forma de experimentar la vida.
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Cuando empecé a escribir mi libro, me abrumaba todo el material perdido, ya que en los momentos más críticos de mi vida no escribí porque no podía o porque quemé algunos de los cuadernos o diarios que había llenado. Apenas algunas notas en Google Docs, Microsoft Word, Apple Notes y Moleskines permanecen. Sin embargo, he regresado al mismo lugar del que nunca pensé volver, aunque ahora soy más consciente de ello, y he podido escribir con mayor fervor. Las cosas de la vida, ¿no?
Si me preguntan qué estoy atravesando, no sería capaz de responder. Recientemente leí la Confesión de León Tolstói, donde describe el período más oscuro de su vida a los 50 años, cuando el suicidio parecía ser la única salida. Él explicaba así lo que sentía, algo que yo también experimento:
Hay una vieja fábula oriental que cuenta la historia de un viajero sorprendido en la estepa por una bestia furiosa. Para escapar, el viajero salta a un pozo sin agua, pero en el fondo ve un dragón con las fauces abiertas, listo para devorarlo. Sin atreverse a salir por temor a la bestia feroz o a saltar al fondo para no ser devorado por el dragón, se agarra a las ramas de un arbusto salvaje que crece en las grietas del pozo, quedando colgado. Los brazos se debilitan y siente que pronto tendrá que abandonarse a la muerte, que lo espera a ambos lados, pero sigue aferrándose. Mientras tanto, observa cómo dos ratones, uno negro y otro blanco, roen regularmente la rama de la que pende. De un momento a otro, el arbusto se quebrará y él caerá en las fauces del dragón.
El viajero lo ve y sabe que su muerte es inevitable, pero mientras cuelga, busca a su alrededor y encuentra algunas gotas de miel sobre las hojas del arbusto; las alcanza con la lengua y las lame. Así me aferro a las ramas de la vida, sabiendo que el dragón de la muerte me espera inevitablemente, preparado para despedazarme, y no puedo comprender por qué estoy sometida a este tormento. Intento saborear esa miel que antes me consolaba, pero ya no me brinda placer. Mientras tanto, el ratón blanco y el negro roen sin descanso la rama de la que pendo. Veo claramente al dragón, y la miel ya no me parece dulce. No veo más que una cosa: el ineludible dragón y los ratones, y no puedo apartar la vista de ellos. Y esto no es una fábula, sino la auténtica, incontestable, inteligible verdad para todos.
Para Tolstói, la solución a su crisis fue la fe en el cristianismo ortodoxo, pero para mí la fe, o al menos la creencia en un dogma, no es la respuesta. Al menos no hasta ahora.
He llegado a esta versión íntima y personal de Tolstói gracias a Wittgenstein, quien también enfrentó crisis similares en sus veinte años, especialmente durante la Primera Guerra Mundial y el período de entreguerras. Según la excelente biografía escrita por Ray Monk, para el filósofo, encontrar a Tolstói fue lo que lo mantuvo con vida.
En esa misma línea, para mí ha sido encontrar que hay personas que también se sienten así, lo que me ayuda a no sentirme poseída por una sensación antinatural. En mi juventud, esa sensación podría haber sido catalogada como un posible acto de posesión demoníaca o perturbación por entidades sobrenaturales. Hoy, la mayoría de ustedes la calificaría como problemas mentales.
Pienso en Tolstói, en Wittgenstein y en otras personas como Plath, Pizarnik o María Mercedes Carranza, para quienes hablar de esto fue tan natural. No tienen casi nada en común, excepto esta perturbación, por darle un nombre. Un amigo me sugirió que tal vez era porque tenían seguridad financiera y el prospecto de ser considerados inadecuados en el mundo laboral y social no les preocupaba. Es decir, que su posición económica y social les daba la libertad de expresar esa oscuridad sin miedo alguno.
Estoy de acuerdo con él. Además, añadiría que eran otros tiempos, donde la sensibilidad era vista como una fortaleza para la creatividad, aunque también alimentaba el perverso mito del genio loco. La psicología y la psiquiatría modernas hablarían de términos como problemas de adaptación, pensamientos intrusivos, trastornos emocionales y trastornos mentales.
La psicología positiva, en medio de su happycracia, le diría a alguien como yo que agradeciera tener un techo y un cuerpo sano, y que eliminara esos pensamientos negativos. Una vez más, volvemos a las dicotomías, como si las emociones solo pudieran experimentarse como positivas y negativas. Los jungianos dirían que atravieso un nuevo ritual de paso o de iniciación en medio de una transformación y crecimiento personal.
Cuando lean este texto, no quiero que piensen en mí como una persona vacía, triste o sensible, ni como alguien que atraviesa una mala racha. Me gustaría que me vieran como una persona curiosa que busca entender su forma de vivir para hacerla menos dolorosa.
¿Depresión? ¿Nihilismo? ¿La noche oscura del alma? ¿Crisis espiritual? ¿Un llamado de la psique para confrontar y explorar aspectos profundos de mi vida emocional, espiritual y existencial? Quién sabe. Por ahora, me dedico a rodearme de amor —aunque siento que no lo devuelvo en la misma dosis que lo recibo— a leer sobrevivientes y a escribir como si mi libro pudiera acompañar a otros.
Emy
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En los oídos mientras escribía:
Gracias por escribir, Emy. Me identifiqué también con ese fragmento de Tolstoy. Están fuertes los tiempos, mucho movimiento, mucha incertidumbre... Por acá se siente muy parecido a lo tuyo. Nos acompañamos escribiendo y leyendo. Abrazos y mis mejores deseos.