Una de las preguntas que me he formulado en relación con mi, digamos, "locura", es si esta es el resultado de haber olvidado exaltar la vida. Como mencioné anteriormente, estoy inmersa en la escritura de un libro que explora las posibles causas de mi experiencia, y esta pregunta ha emergido como una de ellas.
Mi trabajo en la intersección de tecnología, medios de comunicación, desarrollo y periodismo me expone a una avalancha de datos y discursos que, en ocasiones, generan temor. Aunque no me considero catastrófica ni veo todo como una debacle, sí observo, quizás influenciada por el envejecimiento, que nuestra forma de vivir está cambiando.
Durante la mayor parte de mi adolescencia, debía ir a un café para conectarme a internet y pagar 15 minutos o 1 hora, según lo que necesitara o pudiera costear. Hoy en día, siento la necesidad de buscar lugares más bien para desconectarme.
Cuando reflexiono sobre los momentos más plenos de mi vida, pocos están relacionados con una pantalla (para ser clara, los momentos gratificantes en la pantalla suelen ser al recibir un mensaje bonito o una buena noticia). Pero estos momentos no se comparan a las cenas con la familia extendida en días especiales, las salidas que se vuelven memorables -a pesar de haber comenzado como un plan común-, o una linda cita con un novio.
Alemania también me ha obligado a reflexionar sobre ello. Vivir cerca de dos años en este lado del mundo me ha llevado a pensar que no solo debemos desarrollar estrategias para sobrevivir al invierno, como ingerir mayores dosis de un ISRS, consumir vitamina D, usar lámparas simuladoras de la luz solar o ver a los amigos con más frecuencia. Creo, más que nunca, que exaltar la vida, desde la existencia y la belleza, es lo más esencial.
El problema radica en que los espacios se reducen a medida que la digitalización aumenta. Pensemos en el concepto del tercer espacio. Cuando era niña, había muchos. Después de la escuela y de la casa de los abuelos, tenía la biblioteca del pueblo, las canchas de vóley, las casas de los vecinos y amigos, en fin... distintos lugares donde podía fomentarse la interacción social y la construcción de amistades, de comunidades. Cada espacio permitía apreciar la vida, porque cuando se vive, cuando se está presente, se aprecia la misma.
Entre 2013, con el auge de las redes sociales, y el 2020, con nuestro cambio de comportamiento debido a la pandemia de la Covid-19, estos espacios se han vuelto más limitados. Creo que todos podemos sentir cómo el mundo ha cambiado desde esa última fecha.
La moda, la comida, las relaciones interpersonales, todo lo siento como algo performativo. La espontaneidad parece evaporarse. Antes, seguíamos las tendencias que veíamos en nuestros espacios cercanos o en revistas; ahora, esas tendencias son masivas y surgen desde lugares lejanos. Parece que el propósito de la vida se ha vuelto lo funcional y no el placer. Vestirse porque es la tendencia o la regla. Comer rápido o nada porque no hay tiempo.
Por eso, mi único propósito este año es exaltar la vida al máximo. No vivir obsesionada con aprovechar cada segundo hasta el punto de que se vuelva una tarea, una trampa propia del TOC, sino sentirme plena y presente en lo que hago, realmente sentir que vivo.
Hace algunas semanas, tomé mi maleta y fui a Ámsterdam. Necesitaba una inmersión profunda en algo que me diera estimulación estética. En el lado de Europa en el que vivo, los cielos grises me abruman. No es solo la lluvia, no es solo el frío que penetra directamente en mis huesos, sino que todo parece tener el mismo color: paso de una pantalla negra del computador a las diferentes sombras de gris del concreto, de los edificios y del cielo.
Afortunadamente, los días fueron mayormente soleados y el plan funcionó. Hacía frío; lo sentía en el rostro y en las manos. Pero la luz entraba y reposaba en mis ojos, dándome ganas de ir por más. Tuve unos días preciosos, dedicados exclusivamente a caminar y comer pan fresco, así como a visitar galerías y museos de arte. Pude explorar cada sentido. Pasé más de medio día en cada museo. Caminé sin pausa, como la pueblerina. Fui a lugares que había añorado desde hace mucho. Descarté otros lugares porque el valor simbólico no equiparaba el monetario. Regresé a Alemania con la inspiración que sentía desvanecer.
En el tren de regreso, pensaba que tuve tiempo de contemplar, de observar, de inspirarme, de cuestionarme. También reconocí que no puedo cambiar nada, salvo a mí misma. Quizás, compartir una reflexión y esperar que cada quien tome la decisión que considere. He redefinido los espacios a los que denomino tercer lugar porque son esenciales. He limitado la presencia de pantallas en mi vida (por ejemplo, solo tengo un computador y un celular). He rescatado artefactos para su uso específico: relojes que solo dan la hora y que no me mantienen conectada al correo electrónico, por ejemplo. He buscado espacios temporales, como un café para leer o una calle donde puedo vitriniar y comprender las dinámicas de consumo local. He explorado la creatividad más allá de escribir en Substack, arriesgándome a lanzar pronto con un gran amigo una serie audiovisual. He vuelto a estar más tiempo en la naturaleza, ya sea caminando entre el bosque o recogiendo hojas.
El mundo está cambiando; poco podemos hacer para detener el cambio. Pero está en cada uno de nosotros la tarea de detener el afán funcional, el afán de lo práctico, y hacerlo agradable, de hacerlo agradable de vivir, tal como era cuando éramos niños y sabíamos, genuina y naturalmente, exaltar la vida.
Abrazos,
Emy
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En mi próxima parada en Colombia, dedicaré tiempo a trabajar en mi libro y un proyecto audiovisual. Si te gusta lo que escribo y deseas apoyarme con una donación simbólica, puedes hacerlo, incluso de forma anónima, aquí. ¡Agradezco tu continuo respaldo!
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En los oídos mientras escribía: